Con frecuencia les digo a alumnos y consultantes que el Ego es
un maestro de los disfraces. Así lo creo. Una de las equivocaciones más
frecuentes con respecto al Ego es asociarlo con cierto tipo de conductas. Como
si el ego siguiera una modalidad de comportamiento y fuera así, fácilmente
identificable. El ego entonces es asociado con egoísmo, vanidad, sensación de
superioridad, afán de protagonismo y en general, con todas las conductas que
busquen realzar a la persona con el único objetivo de ponerla a la vista del
mundo.
Ojalá! El ego en sus manifestaciones quizá más infantiles, se
caracteriza por las conductas antes descritas. Pero en la medida que vamos
desarrollándonos y creciendo en un camino de conciencia, el ego va tomando
formas mucho más sutiles y sofisticadas. Así, se disfraza de monje Zen si eso
le garantiza su existencia. Puede tomar todas las formas necesarias y adquirir
diferentes discursos. Por supuesto, puede adquirir también la forma de
gestaltista. Lo digo porque lo se, lo he vivido. He pasado y sigo pasando mucho
tiempo amarrado a formas egoicas complejas que al final, no son más que mi
carácter disfrazado de gestalt.
Así, aunque resulta paradójico e inexplicable, las diferentes
escuelas de desarrollo personal que promueven la integración en vez de la
división, que buscan la trascendencia a partir de la comprensión y vivencia de
que somos parte de un todo amplio y sagrado, que critican del mundo la
polarización y la guerra, en muchas ocasiones y de manera sistemática terminan
convencidos de que su camino es el correcto y señalan otros caminos como
inválidos, insuficientes, incompletos. Por alguna razón terminan creyendo que
por alguna mágica razón (o muchas racionales) su propuesta es mejor, más
completa, superior. De esta manera tenemos muchos egos GIGANTES disfrazados de
escuelas de Reiki, meditación, psicología transpersonal, chamanismo,
gestalt.
Esto, creo yo, ocurre cuando después de un pedazo de camino y
de quizá muchos descubrimientos, encontramos información trascendente dentro de
nosotros y experimentamos liberación y bienestar. Desde el ego entonces nos
convencemos que llegamos a la tierra prometida de la sabiduría interior. Y lo
que antes fue ensayo y libertad, se convierte en una nueva ortodoxia
encadenada. Creemos que ya lo descubrimos todo, que alcanzamos un gran nivel de
maestría interna. Y entonces podemos empezar a vender ilusiones de salvación.
No nos convertimos más que en pastores de rebaños más sofisticados que los que
atienden las iglesias y mezquitas.
En poco tiempo, quizá construyamos completas industrias del
desarrollo personal. Lugares “sagrados” en donde entras uno y sales otro.
Entras caminando y sales volando por las nubes de la conciencia y la
realización. Lugares en los que te hacen creer que encontraste el lugar
correcto y que tomaste el camino adecuado. No hay ninguno mejor.
El problema es que muchas personas, ante su necesidad de creer
en cualquier cosa, se creen eso. Convierten entonces su terpaeuta o escuela, en
la pastilla contra todos sus males. Fabrican un mundo artificial dentro de esas
paredes que son incapaces de llevar al mundo de afuera. Tocan y son tocados,
miran y son vistos, escuchan y son escuchados. Afuera, generalmente cambia poco
o nada. Peor aún, si esa escuela desaparece o son expulsados de ella, se
sienten abandonados, perdidos, desarraigados y sin un lugar en el mundo.
En la creencia de que por fin encontramos la verdad revelada,
pasamos a venderla. Y no vendemos más que la mentira que nos creímos y no
tenemos coraje de desmentir. Pues hacemos de eso un modo de vida. Aprovechamos
la necesidad fundamental que tenemos todos los seres humanos de pertenecer y
les ofrecemos un oasis. Cuando la persona se acerca, quizá no encuentre más que
un espejismo lleno de arena y promesas.
Cuantas veces no he sido yo el que compra promesas. Cuantas
veces no he tenido la tentación de venderlas. Cuantas veces no he caído en esa
tentación.
Por ahora, no he encontrado más antídoto que trabajar
constantemente en la comprensión de que mi camino es particular y propio. Que
quizá algo de lo recorrido por mi, sirva a otros y si es así, maravilloso. Eso
es, en algún sentido, pasar la riqueza infinita de la experiencia y no vender
dogmas y fórmulas de autenticidad y verdad. Como hacen los abuelos o los padres
cuando cuentan sus historias. Los niños las escuchan y se nutren naturalmente.
Luego emprenden y construyen su propio camino.
Por eso, aunque me considero gestaltista, entiendo la gestalt
como una experiencia que por casualidad o divinidad, me ha dado un espacio de
exploración y crecimiento. Y sin pretender entenderlo todo, me convierto a mi y
al CGS en canales de transmisión que ofrecen una mirada y una alternativa que
servirá en mayor o menor grado a las diferentes personas que se acerquen.
La Gestalt es un enfoque maravilloso, o por lo menos lo ha sido
para mi. Eso no significa que sea la única posibilidad ni la mejor. Significa
que a mi me sirve y que desde ahí quizá le sirva a muchas de las personas que
se acercan. Quizá no.
Quiero soltar los afanes de mi ego de ser mejor o tener la
propuesta más completa. Quiero desligarme de la necesidad de ser mirado y
admirado. Quiero dejar de exigirme tanta excelencia y buscar más presencia y
conciencia. Quiero construir una vida y un centro móvil, flexible, siempre creciendo
y reinventándose. No quiero sabérmelas todas. No quiero construir mi vida desde
la aceptación del otro y después ser esclava de la misma. Quiero, el últimas,
aceptar la Gestalt como simple y llanamente, un camino.
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